Adiós, doctor: en memoria del gran Alfonso Medina, el gran cuidador de corazones
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Doctor Alfonso Medina Fernández-Aceituno. Fotografía: Gobierno de Canarias |
He conocido con muchísimo
retraso pero infinita tristeza la muerte del cardiólogo Alfonso Medina
Fernández-Aceytuno. A propósito de su desaparición, ha escrito el presidente de
la Sociedad Canaria de Cardiología que el corazón mueve y se conmueve, en el
caso de los médicos por el sufrimiento de los pacientes. Estoy segura de que el
corazón de todos quienes alguna vez fueron sus pacientes se conmueven hoy a la
inversa, para lamentar la marcha de un doctor cuya eminencia era superada solo
por otras dos características intrínsecamente suyas: el británico sentido del
humor con que él ayudaba a relativizar cualquier problema, físico o emocional,
de sus pacientes, a sabiendas de que la risa también es una fantástica e intangible
medicina, y su abrumadora sabiduría. Porque Alfonso Medina era, más allá de la
medicina, un hombre sabio.
Muchos años de ejercicio del
periodismo me han hecho en cierto modo apóstata del oficio que elegí a
principios de los años 80. En mi última charla con este extraordinario doctor,
tuve ocasión de compartir su escepticismo ante cierto tipo de periodismo, una
profesión en general narcisista y vanidosa que es muchas veces incapaz de hacer
autocrítica de algunos de sus pecados capitales, como quedarse solo en la
superficie de las cosas a sabiendas de que ahí jamas se encuentra la verdad o errar
fortuita o deliberadamente a causa de las servidumbres de las empresas o las
malas prácticas de algunos periodistas. Él no fue tan crítico como yo. Pero sí que
le recuerdo repetir como si lo tuviera al lado que él ya solo leía prensa
internacional, y en especial los periódicos británicos, porque eran los únicos
que le merecían total confianza.
Más allá de sus luces y sus
sombras, el periodismo, aquí o allá, brinda sin embargo a todos quienes lo
hemos ejercido una única y extraordinaria oportunidad: la de conocer a personas
excepcionales por su valor, su calidad profesional o sus conocimientos. Una de
esas oportunidades se me brindó cuando yo era muy novata el día que tuve
ocasión de conocer a Alfonso Medina Fernández-Aceytuno, entonces ya una
eminencia en el campo de la cardiología. Fue el día en que decidió contarme por
qué creía él que Canarias debería aspirar a tener una sanidad lo
suficientemente dotada y equipada como para disponer en Gran Canaria de un
centro de referencia para realizar trasplantes cardiacos.
De su alegato en defensa del
propósito recuerdo más su pasión desbordante por la defensa de la excelencia de
la medicina que la enorme ristra de detalles que me relató para retratar el
escenario sin el cual nunca se conseguiría aquel objetivo. Alfonso Medina amaba
la medicina. Pero amaba además la medicina pública y el derecho de los
ciudadanos a disfrutarla con los máximos estándares posibles de calidad.
Más tarde tendría ocasión de
conocerle como doctor porque atendió a personas de mi familia y a mí misma.
Jamás olvidaré el responso que le echó a un pariente sospechoso de tener
algunas arterias obstruidas cuando le contó al doctor que le encantaba el
queso. “¡El queso! ¿El queso? ¡Eso ni probarlo!”, bramó él antes de describir
aquel alimento como un manjar tan delicioso como necesariamente proscrito de la
dieta humana saludable. Tuvimos que reírnos todos. Porque el doctor Medina
decía aquellas cosas con una sorna y una cómica teatralidad con la que era
imposible no reírse. Era su forma de relativizar y hacerte carcajear si luego
tenía que ‘recetar’ una exploración digamos poco amable de tus arterias.
Años después fui yo la que
regresó a su consulta. Para comprobar una vez más cuánta minuciosidad y cuánto
esmero ponía aquel doctor en conocer, analizar y comprender la globalidad de
quienes acudían a su despacho como pacientes, pero sobre todo como seres
humanos complejos. Sí, diagnosticar era importante. Pero no más que examinar
los contextos y los factores contribuyentes, más allá de la física, la química
o la herencia genética.
Le recuerdo sugerirme largas
caminatas “pero ¡ojo!, sin radio y sin ir escuchar las noticias. Desconecta.
¡Olvídate de que el mundo existe!”. Y también prevenirme contra las
insensateces de la moda de los deportes extremos sin estudios preventivos ni
precaución. “Claro que se puede practicar casi cualquier deporte, pero el
límite tiene que ser siempre el sentido común”. Ese era Alfonso Medina.
Extraordinario cardiólogo, pero también sarcástico analista de muchas
marcianadas sociales.
Desde sus casi dos metros de
humanidad imponente y con su voz grave de actor de doblaje, reservó el último
minuto de la consulta para el humor y de nuevo la risa con súper poderes:
“Vuelve dentro de un tiempo. Pero hasta entonces hazme el favor de no leer nada
de literatura médica y menos todavía de cardiología”.
Hoy, como seguramente le ha
ocurrido estos días a todos quienes algún día fueron sus pacientes, mi corazón
se mueve, pero sobre todo se conmueve ante la marcha de este gran doctor sin
cuya eminencia la medicina queda un poco huérfana de humanidad, aunque su
legado permanezca en los tratados, y sin cuya sabiduría el mundo es desde luego
un lugar algo peor.
Aunque él, estoy casi segura,
sonríe desde alguna parte. Y si coincide ahí arriba con alguien que yo me sé,
incluso creo que se echarán unas buenas risas a cuenta del queso curado o los
runners desquiciados.
Adiós, señor doctor. Fue un gran
privilegio conocerle.
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